Iraq, Libia, Siria: no tenemos derecho a creernos Dios
Por Jonathan Cook
Information Clearing House
En una película tradicional de vaqueros, sabemos qué hacer:
buscamos al sujeto que lleva el sombrero blanco para saber a quién aplaudir, y
al que lleva el sombrero negro para saber quién merece morir, de preferencia
horriblemente, antes de que empiecen a mostrar los créditos. Si Hollywood
aprendió temprano a abusar de esas emociones tribales, ¿dudamos de que los
autores de los guiones políticos en Washington sean menos sofisticados?
Desde el 11-S, EE.UU. y sus aliados de Europa nos han
persuadido de que libran una serie de guerras “de sombrero blanco” contra
regímenes de “sombrero negro” en Medio Oriente. Cada una nos ha sido presentada
engañosamente como una “intervención humanitaria”. El ciclo de ese tipo de
guerras todavía está lejos de llegar a su fin.
Pero durante el curso de la última década, la presentación
de esas guerras tuvo que cambiar. Como lo comprende bien Hollywood, los
espectadores se cansan rápidamente del mismo argumento fingido.
Dejando a un lado las declaraciones del primer ministro
israelí Binyamin Netanyahu, hay un límite para las veces en las que se nos
pueda convencer de que hay un nuevo Hitler en Medio Oriente y de que se acerca
rápidamente el momento en el cual ese maligno cerebro logre desarrollar un arma
apocalíptica para eliminar a Israel, EE.UU. o tal vez el planeta.
En el Hollywood de los años cincuenta, la solución para el
aburrimiento del público era simple: A la hora señalada [Solo ante el
peligro en España] puso un sombrero negro al noble sheriff, Gary Cooper y
uno blanco al malvado pistolero. Ofreció un barniz de complejidad, pero en
realidad la misma fórmula del bueno y el malo siguió las líneas familiares.
Si Washington necesitó una nueva trama después de las
invasiones de Iraq y Afganistán, no tuvo que trabajar demasiado para encontrar
una. Le ayudaron los rápidos cambios que estaban ocurriendo en el entorno
político de Medio Oriente: la denominada Primavera Árabe. Washington no
puede haber pasado por alto las vicisitudes emocionalmente gratas presentadas
por el despertar de fuerzas populares contra la mano amortiguadora de regímenes
autocráticos, muchos de ellos instalados hace décadas por Occidente.
La realidad, claro está, es que EE.UU. y sus aliados tienen
los mismos planes que antes de la Primavera Árabe: es decir, que tratan de
preservar sus intereses geopolíticos. Al respecto, tratan de contener y
revertir peligrosas manifestaciones del despertar, especialmente en Egipto, el
más populoso e influyente de los Estados árabes, y en el Golfo, nuestro
oleoducto de las reservas más abundantes de petróleo del mundo.
Pero para Washington, la Primavera Árabe planteó
oportunidades así como amenazas, y estas últimas están siendo explotadas en
gran medida.
Afganistán e Iraq siguieron un modelo de “intervención” que
ahora ha sido ampliamente desacreditado y que probablemente ya no es viable
para Occidente enfrentado a la decadencia económica. Ya no es fácil convencer a
los públicos occidentales de que nuestros ejércitos deberían invadir, ocupar y
“asegurar” por sí solos Estados de Medio Oriente, especialmente en vista de lo
mal agradecidos que han resultado ser los objetos de nuestra generosidad.
Las guerras humanitarias podrían haber caído en saco roto si
la Primavera Árabe no hubiera abierto nuevas posibilidades de “intervención”.
El despertar árabe creó una nueva dinámica en Medio Oriente
que se opuso a la dominación de las elites militares y políticas tradicionales:
fuerzas democráticas e islamistas fueron alentadas por una nueva confianza;
elites empresariales vieron oportunidades económicas interiores mediante la
colaboración con Occidente; y grupos étnicos, religiosos y tribales oprimidos
vieron una posibilidad de saldar viejas cuentas.
No es sorprendente que Washington haya mostrado más interés
en cultivar a los últimos dos grupos que al primero.
En Libia, EE.UU. y sus aliados de la OTAN se sacaron el
sombrero blanco y se lo entregaron a los denominados rebeldes, incluyendo sobre
todo a tribus caídas en desgracia con Gadafi. Occidente asumió un papel
visible, especialmente en sus bombardeos, pero se aseguró de que los
protagonistas locales fueran presentados como los conductores. Occidente se
mostró muy satisfecho con un rol menor: apoyar a los ‘buenos’.
Después de que el paria libio, Muamar Gadafi, fue asesinado
por los rebeldes el año pasado, presentaron los créditos. La película había
terminado para los públicos occidentales. Pero para los libios comenzó una
nueva cinta, en un lenguaje extraño para nosotros y sin subtítulos. La limitada
información que se ha filtrado desde entonces sugiere que Libia está sumida en
la ilegalidad, nada mejor que los páramos políticos que hemos creado en Iraq y
Afganistán. Cientos de milicias regionales dominan el país, extorsionando,
torturando y asesinando a los que se les oponen.
Pocos pueden dudar de que el próximo en la lista de
Occidente sea Siria. Y esta vez, los guionistas de Washington parecen creer que
la tarea de convertir un Estado en funcionamiento, aunque altamente represivo,
en un caso perdido, puede ser lograda sin que la mano de Occidente sea visible
en absoluto. Esta vez el sombrero blanco ha sido asignado a nuestros aliados,
Arabia Saudí y los Estados del Golfo, quienes, según los últimos informes, están
avivando una incipiente guerra civil no solo al armar a algunos de los rebeldes
sino también al prepararse a pagarles salarios, en petrodólares.
La importancia para los gobiernos occidentales de
desarrollar narrativas más “complejas” de la intervención ha sido impulsada por
la necesidad de debilitar la oposición interior a las continuas guerras en
Medio Oriente. La impresión de que estas guerras están siendo inspiradas y
dirigidas exclusivamente desde el “interior”, aunque sea por una oposición
heterogénea cuya composición sigue siendo tenebrosa para los extraños, agrega
un grado de legitimidad adicional; y adicionalmente, sugiere a los públicos
occidentales que el coste en dinero y víctimas no será soportado por nosotros.
En tanto que hubo un amplio consenso a favor del ataque a
Afganistán, la opinión occidental se dividió, especialmente en Europa, sobre el
problema de invadir Iraq de la misma manera. En el mundo posterior al 11-S, el
malvado de Afganistán, Osama bin Laden, parecía una amenaza más verosímil para
los intereses occidentales que Sadam Hussein. Los críticos de la Operación
Conmoción y Pavor han demostrado estruendosamente que tenían razón.
Los despertares árabes, sin embargo, suministraron una trama
diferente para una subsiguiente intervención occidental, del tipo que
Washington había tratado débilmente de utilizar también en Iraq, después de que
no pudo encontrar las armas de destrucción masiva de Sadam. Ya no se trataba de
encontrar a una persona o un arma apocalíptica, sino de una misión civilizadora
para llevar la democracia a los pueblos oprimidos.
En la era antes de la Primavera Árabe, existía el peligro de
que esto se interpretara como otro ardid para promover intereses occidentales.
Pero después pareció mucho más plausible. Importaba poco si los protagonistas
locales eran elementos democráticos que buscaban una nueva política o
grupos étnicos en querellas que buscaban el control de la antigua política para
sus propios objetivos de venganza. El objetico de Occidente era apropiarse de ellos,
quisieran o no, para la nueva narrativa.
Esta acción erosionó efectivamente la oposición popular a la
próxima guerra humanitaria, en Libia, y parece que ya está logrando el mismo
fin en Siria.
Por cierto, ha debilitado fatalmente el disenso efectivo de
la izquierda, que ha reñido y se ha dividido respecto en cada una de estas
guerras humanitarias. Una serie de importantes intelectuales de izquierdas se
alineó con el proyecto de derrocar a Gadafi, y más de ellos ya aplauden la
misma suerte frente a Basher el-Asad de Siria. Ahora queda solo un resto de
opinión crítica de izquierdas que se mantiene firme en su oposición a otro
intento de Occidente de crear una implosión de un Estado árabe.
Si se tratara simplemente de una película de vaqueros, nada
de esto tendría más que un interés incidental. Gadafi fue y paria y Asad es
otro. Pero la política internacional es mucho más compleja que un guión de
Hollywood, lo que debería ser obvio si nos detenemos un momento a reflexionar
sobre el tipo de sheriffs que hemos elegido y reelegido en Occidente. George
Bush, Tony Blair y Barack Obama tienen probablemente más sangre en sus manos
que cualquier autócrata árabe.
Muchos en la izquierda tienen dificultades para analizar el
nuevo Medio Oriente con algo que se aproxime a la sofisticación de los
planificadores militares de Washington. Esta falla deriva en gran parte de su
disposición a permitir que los mercaderes de la guerra confundan los temas
significativos –sobre los regímenes, los grupos opositores y la cobertura
mediática– relacionados con cada “intervención humanitaria”.
Sí, los regímenes seleccionados para ser destruidos son
uniformemente brutales y desagradables para su propio pueblo. Sí, la naturaleza
de su régimen debe ser denunciada. Sí, al mundo le iría mejor sin ellos. Pero
eso no justifica que Occidente libre guerras contra ellos, por lo menos no
mientras el mundo siga configurado del modo actual entre naciones Estado en
competencia y egoístas.
Casi todos los Estados de Medio Oriente tienen espantosos
antecedentes de derechos humanos, algunos de ellos con características aún
menos compensatorias que la Libia de Gadafi o la Siria de Asad. Pero esos
Estados, como Arabia Saudí, son cercanos aliados de Occidente. Solo los
incurablemente ingenuos o deshonestos arguyen que los Estados a los que ha
apuntado Occidente han sido escogidos en beneficio de sus sufridos ciudadanos.
Más bien, han sido elegidos porque son vistos como implacablemente opuestos a
los intereses estadounidenses e israelíes en la región.
Incluso en el caso de Libia, donde la amenaza de Gadafi a
Occidente estaba lejos de estar clara para muchos observadores, los intereses
geopolíticos occidentales fueron, en los hechos, el factor dominante. Dan
Glazebrook, periodista especializado en política exterior occidental, ha
señalado que poco antes de que Occidente volviera su mirada hacia Libia, Gadafi
había comenzado a solidificar la oposición africana a Africom, el comando para
África establecido por los militares de EE.UU. en 2008.
El papel de Africom es organizar y dirigir tropas africanas
de combate con el fin de asegurar, en boca de un vicealmirante estadounidense:
“el libre flujo de recursos naturales de África al mercado mundial”. Al
derrocar a Gadafi, Africom eliminó al principal desafío a su plan y puso en
efecto su declaración de intenciones: ni un solo soldado estadounidense o
europeo murió en la operación de derribo de Gadafi.
La tarea de destacar la hipocresía en el centro de la agenda
intervencionista no debería descartarse como una simple recriminación mutua
basada en hechos del pasado. La mendacidad occidental debilita fatalmente la
justificación de una intervención, despojándola de toda apariencia de
legitimidad. También asegura que los que son nuestros aliados en esas aventuras
militares, com Arabia Saudí, son los que terminarán por conformar los regímenes
que emerjan de los escombros.
Y también es un hecho que los pueblos del mundo árabe tienen
derecho a vivir en libertad y con dignidad. Tienen derecho a levantarse contra
sus dictadores. Tienen derecho a nuestro apoyo moral, a nuestros consejos y a
nuestros mejores esfuerzos para utilizar la diplomacia a favor de su causa.
Pero no tienen derecho a esperar que vayamos a la guerra por su cuenta, que los
armemos o que derribemos a los gobiernos por su cuenta.
Este principio debe mantenerse porque, tal como está
configurado actualmente el mundo, la intervención humanitaria no garantiza un
nuevo orden mundial sino más bien la ley de la selva. Incluso si se pudiera
confiar en Occidente para librar guerras justas, en lugar de las realizadas
para promover los intereses de sus elites, ¿cómo podríamos llegar a adivinar
qué acción es necesaria para lograr un resultado justo, tanto más en las
sociedades aún profundamente divididas de Medio Oriente?
¿Está más seguro el libio promedio porque pulverizamos su
país con bombas, porque aplastamos sus instituciones, buenas y malas por igual,
porque lo dejamos política y socialmente a la deriva y porque entregamos armas
y poder a grupos tribales para que pudieran vengarse de sus predecesores? Es
dudoso. Pero incluso si la respuesta no es clara, ante la ausencia de certeza
debemos seguir la máxima médica: “Primero, no hagas daño”.
Es el colmo de la arrogancia –no, más bien un complejo de
Dios– estar tan seguros como algunos de nuestros políticos y expertos de que
merecemos la gratitud de los iraquíes por derrocar a Sadam Hussein al precio
probable de más de un millón de vidas iraquíes y de millones de personas más
que fueron obligadas al exilio.
Es imposible imponer a las sociedades la democracia desde
afuera, como si fuera un ítem que pueda pedirse del menú de un almuerzo. Las
democracias occidentales, por imperfectas que sean, se lograron a gran precio
por las luchas centenarias de sus pueblos, incluyendo terribles guerras. Cada
Estado desarrolló sus propios sistemas de limitaciones y chequeos para encarar
las singulares condiciones políticas, sociales y económicas prevalecientes en
su caso. Esas libertades, duramente conseguidas, están constantemente amenazadas,
entre otros por las mismas elites políticas y económicas que hacen campaña con
tanta virulencia para llevar a cabo intervenciones humanitarias en el
extranjero.
La realidad es que las libertades no son otorgadas por
benefactores exteriores; los pueblos tienen que luchar y conquistarlas. Ninguna
sociedad moderna logró la democracia si no fue mediante una lucha gradual y
dolorosa, en la que se aprendieron lecciones, a menudo mediante errores, en la
que reveses y contratiempos fueron numerosos y en la cual éxitos duraderos se
lograron mediante la comprensión de todas las partes de que la legitimidad no
se puede conseguir mediante la violencia. Si debemos alguna cosa a otras
sociedades que luchan por la libertad, es nuestra solidaridad, no el acceso a
los arsenales de nuestros gobiernos.
De hecho, el deber de Occidente no es intervenir más sino
intervenir mucho menos. Ya armamos masivamente tiranías como las del Golfo para
que puedan proteger el petróleo que consideramos nuestro patrimonio; ofrecemos
cobertura militar, financiera y diplomática a la continua opresión de millones
de palestinos por parte de Israel, una causa importante de inestabilidad
política en Medio Oriente; y apoyamos silenciosamente a los militares egipcios,
que tratan actualmente de revertir las conquistas revolucionarias del año
pasado.
El apoyo popular a las guerras humanitarias no podría
mantenerse sin la difusión de propaganda enmascarada como noticias por nuestros
medios corporativos. Durante la última década han mercadeado fielmente las
agendas para Medio Oriente de nuestros gobiernos belicistas. Cuando se pone al
descubierto el pretexto extravagante de cada guerra, los generales en sus
poltronas nos aseguran que han aprendido las lecciones para la próxima vez.
Pero cuando revisan el guión –y el sombrero blanco se ha entregado a otro
representante de la ley– los mismos eruditos desacreditados de los medios
vuelven a justificar la guerra desde la seguridad de sus estudios.
Es otro motivo para avanzar con cuidado. En el caso de
Siria, la fuente de la certeza expresada por nuestras salas de redacción no es
a menudo otra cosa que un ente unipersonal en la ciudad británica de Coventry,
conocido como Observatorio Sirio por los Derechos Humanos. Si Rami Abdulrahman
no existiera, nuestros gobiernos intervencionistas y sus cortesanos de los
medios habrían tenido que inventarlo. El Observatorio produce las noticias
necesarias contra el régimen para justificar otra guerra.
Eso no quiere decir que afirmemos que el régimen de Asad no
ha cometido crímenes de guerra. Más bien es que, incluso si las “intervenciones
humanitarias” fueran una empresa legítima, no tenemos información
permanentemente fiable para evaluar cómo podemos intervenir mejor, sobre la
base de “noticias” colocadas en nuestros medios por grupos parciales del
conflicto. Todo lo que está claro es que una vez más nos están manipulando con
un fin conocido.
Son motivos suficientes para oponerse a otra guerra
humanitaria. Pero hay otro motivo por el cual es extremadamente temerario que
las personas de la izquierda acompañen los actuales planes de Occidente en
Siria, incluso si creen genuinamente que los beneficiarios serán los sirios
comunes y corrientes.
Si Occidente tiene éxito en su intervención a cámara lenta,
mediante testaferros, en Siria e incapacita a otro Estado árabe por haberse
negado a acatar sus órdenes, se habrá preparado la escena para la próxima
guerra contra el próximo objetivo: Irán.
Este no es un argumento que excuse la continuación del
régimen de Asad. Esa decisión la deben tomar los sirios.
Pero es una advertencia para los que justifican la
interminable interferencia en Medio Oriente al servicio de los planes
occidentales. Es una advertencia contra guerras cuyo poder destructivo se
dirige sobre todo contra civiles. Es una advertencia de que ninguna de estas
guerras humanitarias constituye una solución a un problema; solo son un
preludio para más guerras. Y es un recuerdo de que no tenemos derecho a
actuar como si fuésemos Dios.
Jonathan Cook es escritor y periodista residente en Nazaret,
Israel. Jonathan Cook ganó el Premio Especial de Periodismo Martha Gellhorn. Sus
últimos libros son: Israel and the Clash of Civilisations: Iraq, Iran and
the Plan to Remake the Middle East (Pluto Press) y Disappearing
Palestine: Israel’s Experiments in Human Despair (Zed Books)
Traducido del inglés para Rebelión.org por Germán Leyens